En tiempos de reformas drásticas y discursos refundacionales, sobran verdades absolutas.
Una de las más repetidas desde el cambio de gobierno en diciembre de 2023 es la que exalta al empresariado argentino como actor virtuoso por naturaleza. En esta narrativa, el privado es eficiente, valiente, ético y desinteresado. Un hacedor incuestionable del progreso. Cualquier obstáculo —léase Estado, impuestos, regulaciones— aparece como traba ideológica a la prosperidad que supuestamente emana del mercado.
Esta visión no es nueva, pero el actual clima político la ha llevado a un nivel de sistematización y propaganda que merece ser problematizado. Lo que se presenta como "principio de buena fe" del empresariado no es más que una narrativa impuesta que busca blindar al sector privado de toda responsabilidad estructural. Y, más grave aún, intenta instalar en la opinión pública la idea de que cualquier crítica hacia él es populismo, resentimiento o ignorancia.
¿En qué momento dejamos de interpelar al empresariado? ¿Cuándo se volvió blasfemia hablar de evasión, de especulación, de falta de inversión en innovación, de prácticas extractivas que priorizan la renta a corto plazo?
Desde hace años, el empresariado argentino goza de una posición discursiva privilegiada. Mientras el Estado es constantemente juzgado y señalado como ineficiente o corrupto, el privado aparece como un actor casi moralmente superior. Esta construcción simbólica ha sido potenciada en el actual esquema político, donde la libertad se confunde con la desregulación absoluta y donde toda forma de intervención estatal es vista como un error histórico a corregir.
En este marco, el principio de buena fe funciona como un escudo ideológico: impide el cuestionamiento estructural de las prácticas empresariales y reduce la discusión a términos binarios, casi religiosos. El Estado es el problema; el empresario, la solución.
Pero los datos cuentan otra historia. Según el último informe del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación, la inversión privada en investigación y desarrollo (I+D) en Argentina representa apenas el 0,11% del PBI, mientras que el promedio en los países de la OCDE supera el 1,99%. Corea del Sur lidera con un 3,89%. Esta diferencia es abismal y muestra que el relato de la 'eficiencia privada' no se traduce en compromiso con el desarrollo de largo plazo.
Más aún, esa escasa inversión está concentrada en apenas tres sectores (farmacéutico, software y servicios de I+D), que absorben el 71,1% del total, y en solo cuatro provincias: CABA, Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe. Es decir, el empresariado argentino no solo invierte poco, sino que lo hace en forma territorial y sectorialmente concentrada, lo cual limita cualquier posibilidad de federalismo productivo y equidad regional.
Además, por primera vez en dos décadas se detuvo la creación de empleo privado en investigación y desarrollo. En el primer semestre de 2024, se registró una caída de menos del 1%, algo que no sucedía desde 2003. Este dato, aunque pequeño, rompe una tendencia positiva de veinte años y confirma que la inversión en conocimiento no es una prioridad para la mayoría de los actores económicos.
Una de las tácticas más efectivas del discurso promercado es amplificar casos individuales de éxito como prueba de una supuesta vitalidad del sector privado. Empresas como Rapanui, Mercado Libre o Globant son presentadas como íconos de lo que Argentina podría ser si el Estado no se interpusiera. Pero estos ejemplos, aunque válidos y valiosos, son excepciones y no representan una tendencia general.
En lugar de construir ecosistemas empresariales interconectados, la economía argentina se estructura sobre esfuerzos aislados, muchas veces posibles gracias a un andamiaje estatal previo (educación pública, financiamiento inicial, acceso a mercados internacionales). La narrativa liberal corta este vínculo, borrando toda traza de aporte estatal y elevando al empresario a la categoría de héroe solitario.
El resultado de esta dinámica es evidente: sin inversión privada significativa en sectores estratégicos y con un Estado cada vez más desfinanciado, Argentina queda presa de una matriz productiva primarizada, centrada en la extracción de recursos naturales. Agroindustria, minería e hidrocarburos vuelven a ser presentados como el camino del desarrollo, ignorando los límites sociales, ambientales y económicos de ese modelo.
La primarización no es solo una elección productiva, es una estrategia ideológica. Nos empuja a depender de factores externos (clima, precios internacionales, decisiones geopolíticas) y nos aleja de una economía con valor agregado, innovación y soberanía tecnológica. Mientras tanto, se desmantelan los pilares que podrían garantizar otra cosa: universidades, centros de investigación, becas, programas de ciencia y tecnología.
Paradójicamente, este modelo no amplía la libertad, la restringe. Una economía dependiente, que no diversifica, que no apuesta al conocimiento ni al trabajo calificado, no es libre. Es vulnerable, inestable y profundamente injusta.
El principio de buena fe atribuido al empresariado no resiste el análisis cuando se lo contrasta con la realidad empírica. No es malicia denunciar esto, es realismo político y económico. La defensa de un modelo productivo serio no puede basarse en relatos, sino en datos.
Y los datos son claros.
Argentina necesita sí o sí una alianza estratégica entre sector público y privado, pero eso no implica asumir que el privado es infalible. Al contrario: implica exigirle. Pedirle compromiso, inversión, planificación, diversificación. No alcanza con repetir mantras de libertad o eficiencia.
Necesitamos un empresariado que no solo exija reglas claras, sino que apuesta al desarrollo con mirada de país, y no con lógica de maximización de rentabilidad a corto plazo.
En definitiva, si vamos a hablar de libertad, hablemos de libertad con responsabilidad. Y para eso, es hora de poner bajo la lupa las narrativas ocultas que el nuevo orden quiere instalar.
Carolina Córdoba